martes, 30 de diciembre de 2025

Como señala Cristina Justo Suárez: no se trata de crear una ciencia y una tecnología “femeninas” —lo que sería una pretensión esencialista—, sino de desgenerizarlas.


Para iniciar este recorrido debemos aclarar que los estudios feministas de la tecnología, al igual que el feminismo, constituyen un campo heterogéneo y plural. Sin embargo, a pesar de su diversidad, las corrientes feministas tienen en común preguntarse por la función de las tecnologías en el sistema patriarcal y las desigualdades de género que reproducen y legitiman.

El feminismo radical fue pionero en analizar la relación entre género y tecnología. Desde esta perspectiva, la tecnología occidental se concibe como parte de un proyecto de dominación masculina que controla a las mujeres y a la naturaleza, especialmente a través de las tecnologías reproductivas. En respuesta, surgieron movimientos como FINRRAGE, impulsados por Gena Corea y Maria Mies, que denuncian la industrialización del cuerpo femenino mediante investigación, divulgación y redes internacionales de feministas.

El feminismo socialista subraya que la división del trabajo es sexual y que la exclusión de las mujeres de ciertos oficios tecnológicos reproduce la dominación masculina, por lo que la igualdad requiere cuestionar las estructuras y valores incorporados en la técnica. Firestone propone la automatización total para abolir el determinismo biológico, mientras que Angela Davis plantea industrializar y socializar las tareas domésticas mediante un Estado socialista. Ambas coinciden en que la tecnología, bajo el capitalismo, puede liberarlas de la carga individual y reorganizar la reproducción social con justicia y autonomía. Silvia Federici, por su parte, critica la utopía tecnológica, señalando que los cuidados son irreducibles a la mecanización y que la liberación verdadera implica desprivatizarlos, revalorizarlos y organizarlos cooperativamente como "comunes".

El feminismo liberal denuncia el control masculino sobre la tecnología y la subrepresentación de las mujeres en educación, empleo e innovación, asumiendo que la tecnología es en principio neutral, pero que su acceso ha sido desigual. Autoras como Martha Trescott y Autumn Stanley destacan la participación histórica de las mujeres como inventoras, ingenieras, científicas y empresarias, y analizan las causas de su exclusión, buscando promover igualdad de oportunidades dentro de los espacios tecnológicos existentes.

Evelyn Fox Keller (1995) sostiene que el lenguaje y los conceptos científicos no son neutros, sino que reflejan metáforas y categorías culturalmente cargadas de género. Keller señala que términos como “dominante”, “activo” o “controlador” en física, biología o tecnología reproducen implícitamente una visión patriarcal que asocia fuerza y autoridad con lo masculino, mientras que lo pasivo o receptivo se percibe como femenino. Esto condiciona la interpretación de los fenómenos y la producción del conocimiento científico, perpetuando sesgos de género en la ciencia y la tecnología.

La integración de la tecnología digital marcó una revolución del pensamiento durante los años noventa; por su parte, las feministas de la tercera ola cuestionaron la idea de una “mujer” universal y reconocieron la diversidad de experiencias según raza, clase, sexualidad y cultura, ampliando la perspectiva sobre género y tecnología. En este contexto, el Manifiesto para cyborgs (Haraway, 1985) ofreció un marco teórico que combinó crítica y optimismo, mostrando cómo la tecnología puede servir como herramienta de resistencia y empoderamiento para las mujeres.El feminismo cyborg de Donna Haraway utiliza la metáfora del cyborg para explorar la relación entre cuerpos y tecnologías, integrando perspectivas feminista, socialista y materialista. Propone un mundo híbrido donde se difuminan los límites entre lo orgánico y lo mecánico, la naturaleza y la cultura, y las categorías de género, liberando de jerarquías fijas de raza, clase, sexualidad y género. La categoría “mujer” es heterogénea; la unidad política se basa en afinidad, no identidad, para no invisibilizar desigualdades.

El tecnofeminismo, desarrollado por Judy Wajcman (1991, 2006), cuestiona la idea de que la tecnología sea neutral, argumentando que refleja y reproduce relaciones de poder y desigualdad de género. Analiza cómo los estereotipos que vinculan tecnología con lo masculino influyen en el diseño, el contenido y el uso de herramientas, y estudia la participación femenina en el ciberespacio, mostrando cómo la comprensión crítica de estas dinámicas puede transformar la tecnología y generar resistencia y empoderamiento para las mujeres.

El xenofeminismo, impulsado por Laboria Cuboniks y Helen Hester, concibe la tecnología como herramienta estratégica para la emancipación y la liberación de las opresiones de género. Siguiendo la herencia de Shulamith Firestone, rechaza el determinismo biológico y la tecnofobia, promoviendo la inclusión de diversidades y la desarticulación del sistema binario. En la práctica, se traduce en el uso de hacking, ingeniería y software abierto, como lo realizan los colectivos de Laboria Cuboniks, Helen Hester y diversos feminist hackerspaces en Europa y Estados Unidos, así como plataformas de autocuidado tecnológico que permiten a las mujeres controlar su biología y participar activamente en el diseño de herramientas, desafiando estructuras de poder y el control neoliberal.

El ciberfeminismo surge en la década de 1990 como un campo heterogéneo que articula el espacio virtual, las redes y las tecnologías digitales con los planteamientos del feminismo. Su objetivo no es solo incorporar a las mujeres al ámbito tecnológico, sino apropiarse críticamente del ciberespacio para subvertir relaciones patriarcales. Reivindica la sexualidad y el deseo como fuerzas políticas, concibe el género como mutable y sitúa a las mujeres como agentes activas de transformación tecnológica y simbólica.

Un ejemplo paradigmático de la vertiente artística y subversiva del ciberfeminismo es el colectivo australiano VNS Matrix, fundado en 1991. Ese mismo año publicaron el Manifiesto ciberfeminista para el siglo XXI, texto en el que emplearon por primera vez el término “ciberfeminismo”. Su consigna principal —“secuestrar los juguetes de los tecnocowboys”— sintetiza su intención de reapropiarse de la tecnología informática, históricamente dominada por hombres, para reorientarla desde una perspectiva feminista. VNS Matrix utilizó elementos de la cultura digital, como videojuegos, chat, collage e interfaces web, para crear un arte disruptivo y subversivo. Su manifiesto, provocador y sexualizado, se autodefinía como “el virus del nuevo desorden mundial” y buscaba sabotear simbólicamente el orden patriarcal y tecnocrático. La difusión de sus ideas fue multicanal: fotocopias, carteles, radio pirata y páginas web, convirtiendo la circulación en un acto político.

Sadie Plant desarrolla una propuesta ciberfeminista que reinterpreta la historia de la computación desde una genealogía femenina, vinculando las tecnologías digitales con prácticas como el telar y la tejeduría, y recuperando figuras como Ada Lovelace. En Ceros + Unos (1997), sostiene que la informática no rompe con el trabajo femenino, sino que continúa una labor históricamente invisibilizada. Para Plant, mujeres y máquinas han compartido una posición subordinada en el orden patriarcal, y las tecnologías digitales —descentralizadas y en red— abren una alianza potencialmente liberadora, entendida como un proceso de “feminización” de la cultura tecnológica más que como un proyecto político intencional. Esta vertiente del ciberfeminismo, asociada a un ciberfeminismo radical (Galloway, 1998), celebra la afinidad entre lo femenino y lo digital, promoviendo su apropiación subversiva mediante el arte, el juego y la fluidez identitaria; sin embargo, ha sido criticada por su tendencia al esencialismo y por un utopismo que puede diluir la confrontación política concreta.

Frente a esta celebración, emerge una crítica política y materialista representada por autoras como Faith Wilding y María Fernández. Wilding problematiza la indefinición estratégica del ciberfeminismo, señalando que puede conducir a la despolitización, y propone una definición “fluida pero afirmativa” que atienda las desigualdades de acceso y las condiciones materiales de producción tecnológica. Por su parte, Fernández denuncia el universalismo blanco de los primeros ciberfeminismos, subrayando cómo invisibilizaron el racismo encarnado y la precariedad laboral, desatendiendo el legado antirracista del Manifiesto cyborg.

Deborah Johnson parte de una pregunta central: ¿qué significa que una tecnología sea feminista? Para responderla sin caer en esencialismos, rechaza la asociación cultural que vincula la tecnología con la masculinidad y lo artificial, mientras relega a las mujeres y sus herramientas a lo natural y lo doméstico.
En lugar de esto, Johnson propone analizar la coconstrucción de género y tecnología. Inspirada en los estudios CTS, entiende que la tecnología y la sociedad se moldean mutuamente, y aplica esta idea a las relaciones de género. Así, la pregunta original se desdobla: no basta con preguntarse si un artefacto (su diseño y materialidad) es feminista, sino que hay que examinar el sistema sociotécnico más amplio (prácticas, acuerdos y relaciones) en el que se inserta.
Frente a la cuestión de qué entendemos por tecnología feminista, Johnson plantea varias posibilidades, desde que sea "buena para las mujeres" hasta que "constituya relaciones sociales más equitativas". Su conclusión es que una tecnología es feminista si crea la posibilidad de relaciones de género equitativas. Esto implica que ni la materialidad de un objeto por sí sola, ni su mero uso por mujeres, son suficientes. El potencial feminista reside en cómo el artefacto, dentro de su sistema sociotécnico, contribuye a cuestionar y transformar las estructuras sociales desiguales hacia una sociedad más justa.

La división sexual del trabajo explica no solo qué tecnologías usan hombres y mujeres, sino también cómo las usan y acceden a ellas. Sin embargo, se rechaza el determinismo tecnológico: aunque un artefacto tenga un "guion de género" (un diseño que prescribe usos y usuarios), las personas usuarias pueden subvertir, negociar y reinterpretar ese guion a través de sus prácticas.

La casa misma es un artefacto tecnológico clave cuya desvalorización como espacio "no tecnológico" refleja y perpetúa la dicotomía pública/masculina/producción versus privada/femenina/reproducción. Por ello, para una perspectiva feminista, analizar estas tecnologías no se reduce a señalar su feminización, sino a entenderlas como campos de disputa política donde es posible desafiar y transformar las relaciones de género inequitativas.

Las ciberfeministas en América Latina analizan las tecnologías digitales desde una perspectiva postcolonial, reconociendo que las desigualdades globales condicionan la relación entre género y tecnología: mientras mujeres en países desarrollados disfrutan de ciertos privilegios, en otros contextos la industria tecnológica explota mano de obra femenina barata (Mayayo 2007, p. 3). En América Latina, el ciberfeminismo se configura como una praxis política situada, inseparable de la colonialidad y el patriarcado, entendiendo lo digital como un espacio de disputa material y simbólica (Zárate 2020). Vinculados al transfeminismo y al feminismo decolonial, los ciberfeminismos del sur amplían la crítica hacia las estructuras capitalistas, patriarcales y coloniales que organizan las tecnologías digitales. Colectivos y activistas trabajan por la soberanía digital, la apropiación tecnológica situada y la denuncia del sexismo, racismo y extractivismo de datos. Estas prácticas se concretan mediante mapeo digital y etnográfico, entrevistas, talleres participativos, análisis crítico de plataformas y software, y producción tecnológica con software libre y multimedia, resignificando la tecnología desde la experiencia de las mujeres y promoviendo su agencia en el ámbito digital.

Los resultados se traducen en salidas prácticas, como talleres comunitarios, laboratorios de creación audiovisual o de programación segura, desarrollo de contenidos educativos, campañas de sensibilización y estrategias de autonomía digital, incluyendo protección de la privacidad y transferencia de conocimientos técnicos. Colectivos como Luchadoras (México), EnRedadas (Nicaragua), Técnicas Rudas (Guatemala) y FOSSchix (Brasil) operan desde contextos locales, construyendo conocimiento situado y mostrando cómo lo digital se articula con cuerpos, afectos, territorios y precariedad tecnológica (McDowell 2000; Colectivo EnRedadas 2019; Colectivo Técnicas Rudas 2021).

En 2023, en el XI Coloquio Internacional de Filosofía de la Técnica en Río Cuarto, Argentina, se presentó el “Manifiesto de Simpoiéticas del Sur” (Barbosa et al., 2024), que dio origen al colectivo Simpoiéticas del Sur. El manifiesto articula feminismos y tecnologías, reconociendo contextos del sur global y promoviendo reflexiones críticas sobre la creación, uso y sentido de la tecnología desde perspectivas feministas y colaborativas.

Diversas críticas feministas han señalado que la exclusión tecnológica no es únicamente material, sino también afectiva, simbólica y epistémica. La cultura técnica dominante continúa asociando el dominio de lo digital con una racionalidad abstracta, competitiva y masculinizada, que separa el conocimiento técnico del cuerpo, el error y la experiencia sensible (Turkle 1986). En el contexto latinoamericano, esta escisión se intensifica debido a condiciones estructurales de precariedad tecnológica, donde la inestabilidad, el fallo y la obsolescencia no son excepciones, sino experiencias cotidianas (Yansen y Zukerfeld 2013).

Frente a este escenario, el ciberfeminismo latinoamericano ha desplazado progresivamente el foco desde la brecha de acceso hacia la disputa por las formas de relación con la tecnología. Más que preguntarse únicamente quién accede a lo digital, estas perspectivas interrogan cómo se aprende, se encarna y se imagina la tecnología en contextos situados. La revalorización del cuerpo, el error, el glitch y la precariedad técnica emerge como una estrategia crítica frente a los imaginarios de progreso lineal, eficiencia total y control absoluto, abriendo la posibilidad de pensar epistemologías feministas del hacer tecnológico ancladas en los cuerpos, los afectos y los territorios (Zárate 2020).

Este giro dialoga con reflexiones más amplias sobre tecnologías situadas y relacionales, como la noción de cosmotécnica propuesta por Yuk Hui (2016), que subraya la inseparabilidad entre técnica, mundo y sistema de valores. Asimismo, se articula con aportes latinoamericanos que conciben la tecnología no como un dispositivo neutral de innovación, sino como una práctica de convivencia, cuidado y sostenimiento de la vida (Fusco 2021).

En este marco, la noción de tecnologías mestizas permite pensar articulaciones no jerárquicas entre técnicas ancestrales y dispositivos digitales, materialidades orgánicas y electrónicas, y prácticas humanas y no humanas. Estas tecnologías no buscan una síntesis homogénea, sino la coexistencia contradictoria de diferencias irreductibles, inspiradas en la epistemología ch’ixi de Silvia Rivera Cusicanqui. Los ensamblajes situados entre high y low tech, analógico y digital, o humano y no humano, habilitan así la imaginación de mundos sociotécnicos más relacionales, donde se reconoce que el género y otras desigualdades se configuran dentro de la tecnología misma.

En este contexto, el tejido se plantea como una opción política, epistemológica y práctica frente a las problemáticas de desigualdad y opresión tecnológica. Más allá de su dimensión metafórica, el tejido se convierte en una categoría ontológica capaz de reimaginar saberes, cuerpos, territorios y relaciones sociales desde la interdependencia, el cuidado y la vida en común. Los trabajos de Natalia Fischetti y Andrea Torrano ejemplifican esta propuesta desde los feminismos del sur latinoamericano, articulando prácticas que vinculan cooperación, autonomía y creación de redes situadas como herramientas de resistencia frente a estructuras tecnológicas y sociales jerárquicas.

Esta perspectiva encuentra un diálogo fértil con la obra Kipu de Cecilia Vicuña, que concibe el tejido como registro, memoria y articulación de saberes ancestrales. Kipu propone un habitar relacional del tiempo, los territorios y los cuerpos, conectando pasado y presente, lo humano y lo no humano, y sosteniendo vínculos cósmicos y comunitarios basados en reciprocidad. De manera complementaria, la noción de tejido ch’ixi de Rivera Cusicanqui habilita habitar zonas de contacto y tensión, donde la diferencia no se borra sino que potencia la acción política y sociotécnica. Así, el tejido ofrece una estrategia concreta para resignificar la tecnología, construir comunidades de afinidad y generar prácticas de cuidado, colaboración y transformación frente a las desigualdades estructurales.


Barbosa, et al. 2024. Manifiesto de Simpoiéticas del Sur. XI Coloquio Internacional de Filosofía de la Técnica. Río Cuarto, Argentina.

Cockburn, Cynthia. 1983. Broadsheet on Women and Technology. Londres.

Colectivo EnRedadas. 2019. Documentación sobre prácticas de ciberfeminismo en Nicaragua.

Colectivo Técnicas Rudas. 2021. Documentación sobre prácticas de ciberfeminismo en Guatemala.

Federici, Silvia. 2013. Revolución en punto cero: Trabajo doméstico, reproducción y luchas feministas. Madrid: Traficantes de Sueños.

Galloway, Alexander. 1998. “Cyberfeminism and the End of Radicalism.” Angelaki: Journal of the Theoretical Humanities 3 (2): 117–126.

Haraway, Donna. 1991. Simians, Cyborgs, and Women: The Reinvention of Nature. New York: Routledge.

Johnson, Deborah G. 2007. “Gender, Technology, and the Social Shaping of Technology.” En The Handbook of Science and Technology Studies, editado por Edward J. Hackett et al., 691–716. Cambridge: MIT Press.

Keller, Evelyn Fox. 1995. Reflections on Gender and Science. New Haven: Yale University Press.

Mayayo, María. 2007. “Ciberfeminismo: genealogías, debates y prácticas.” En Arte y feminismo, 1–12. Madrid.

Plant, Sadie. 1997. Zeros + Ones: Digital Women and the New Technoculture. London: Fourth Estate.

Rivera Cusicanqui, Silvia. 2018. Un mundo ch’ixi es posible. Buenos Aires: Tinta Limón.

Turkle, Sherry. 1986. The Second Self: Computers and the Human Spirit. Cambridge: MIT Press.

Wajcman, Judy. 1991. Feminism Confronts Technology. Cambridge: Polity Press.

Wajcman, Judy. 2006. Tecnofeminismo. Barcelona: Paidós.

Yansen, Guillermina, y Mariano Zukerfeld. 2013. “Precariedad tecnológica y género en América Latina.” Revista Iberoamericana de Ciencia, Tecnología y Sociedad 8 (24): 89–110.

Zárate, Lucía. 2020. Ciberfeminismo en América Latina: prácticas, discursos y disputas. Buenos Aires.




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